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lunes, 1 de octubre de 2012

Desde hace unas semanas ha recrudecido en ciertos diarios de circulación nacional la campaña de descrédito contra todo lo que hizo y demostró la Comisión de la Verdad y Reconciliación. La noticia escandalosa y mañosamente tergiversada sobre la supuesta inclusión de un senderista como víctima de la violencia fue pronto desautorizada por fuentes del propio Estado. Eso no inclinó a los medios que incurrieron en el fiasco a rectificarse, mucho menos a disculparse. Por el contrario, solo los acicateó para fabricar más noticias presuntamente deslegitimadoras del trabajo de la Comisión. Lo hacen tergiversando declaraciones o reproduciendo afirmaciones fuera de todo contexto de comprensión, procedimientos reñidos con los principios básicos de la ética del oficio y métodos con los que difícilmente se hará del periodismo la "más noble de las profesiones".
            Más que intentar una defensa institucional de lo sostenido por la CVR, resulta interesante e instructivo preguntarse sobre las motivaciones de fondo de esta campaña. De alguna forma involuntaria, lo que este sector de la prensa –poderoso, por cierto– viene haciendo desde hace años confirma mucho del diagnóstico realizado por la propia Comisión. Esta habló, entre muchas cosas, de la persistencia de cierta cultura autoritaria que se resiste a comprender las fallas de fondo de nuestra sociedad y prefiere la imposición prepotente de sus ideas antes que involucrarse en cualquier atisbo de reflexión crítica. Acostumbrados a imaginarse un país con dueños, y habituados a pensar en sí mismos como los guardianes de ese orden, para ellos incuestionado e incuestionable, han hallado en la reflexión crítica que proviene de la memoria una suerte de amenaza no sólo a sus intereses concretos –entre los que se incluye la defensa de la impunidad- sino a su propia visión del mundo: un mundo jerárquico, excluyente, que no admite más movilidad que la que nace de la acumulación de riquezas, indiferentes a veces a la ilicitud o megacorrupción que, en ocasiones está en el origen de tal prosperidad.
            Hay muchos elementos de la memoria que desasosiegan y, más que eso, que ofenden a esa visión del mundo. Uno de los principales, tal vez el más poderoso, es el relacionado con la existencia de víctimas y con el deber de otorgarles reparaciones y reconocimientos.
            Para una mentalidad excluyente y jerárquica, la noción de que el Estado y la sociedad les deben algo a quienes siempre han sido vistos como subordinados y como menos valiosos que los ciudadanos del Perú criollo, resulta, en efecto, una idea revulsiva. Se podría decir que es una noción que está más allá de sus capacidades de razonamiento: ella les toca y maltrata una profunda fibra moral, o, más bien, inmoral.
            De ahí, naturalmente, la forma airada e incluso soez con la que se refieren al deber de dar reparaciones económicas y simbólicas a las víctimas, usando para ello argumentos sofísticos, por los que se discuten aspectos cuantitativos para escamotear lo central: el injusto agravio inferido a personas. Es interesante y revelador que los mismos presentan como insensatez dar dinero "de todos los peruanos" a personas que no son solamente extremadamente pobres sino que tienen derecho a eso por los daños que se les ocasionó, nunca alcen la voz cuando se trata de usar ese dinero para salvar negocios financieros ni cuando se trata de ofrecer exenciones tributarias a grandes empresas.
            El tema de las víctimas y el de la condición social de quienes lo fueron también están presentes, de manera latente, en la sistemática defensa de la impunidad. Es claro que para el pensamiento autoritario los crímenes cometidos por el Estado en defensa del "orden" nunca deben acarrear consecuencias. Pero hay algo más allá. Y es que para una mentalidad jerárquica y, por qué no decirlo, racista, la sola idea de que personas del estamento dominante deban responder por los abusos que cometieron contra personas consideradas inferiores constituye grave ofensa.
            Esa prensa nos está dando una interesante lección sobre todo lo que aún nos hace falta cambiar y superar para tener una verdadera democracia. No estará de más que en las escuelas de periodismo, pero también en otros espacios académicos, se analice esta respuesta exacerbada como la manera en que el periodismo, sometiéndose a un orden autoritario, puede convertirse en el "más vil de los oficios".

La República,16 de setiembre de 2012
Salomón Lerner Febres 

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